Espiritualidad Cisterciense
Conversión

Espiritualidad Cisterciense
“La conversión no se realiza en un solo día. ¡Ojalá pueda llevarse a cabo a lo largo de nuestra vida” (San Bernardo). La conversión empieza por una inquietud; se prosigue en una búsqueda; y se va fraguando en una transformación. La Biblia no considera la conversión en sí mismo como un valor, es más una disposición.
Hay muchos caminos de conversión; conforme a las diversas manera de vivir la vida misma. Es “una vuelta a Dios” desde una “región lejana”; imagen muy querida a los autores cistercienses clásicos, que expresa la peculiaridad de la conversión cisterciense. Peculiaridad que equivale a radicalidad.
Aquí no hay nada de exageración. La Regla de San Benito así se lo pide al candidato o candidata: “si de veras busca a Dios” (RB 58,7). Búsqueda que se entiende como un combate espiritual en orden a la liberación personal de uno mismo en el seguimiento del mensaje de Jesús de Nazaret: “si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y luego sígueme”.
La comunidad cisterciense quiere ofrecer de este modo un icono vivo del Señor Jesús a cualquiera que se acerque a ella. Por la conversión se va restaurando la imagen de Dios, deteriorada por el egoísmo del pecado… exigencia que dimana del compromiso de fe cristiana recibida en el bautismo.
Comunidad
“El amor es el compendio de la reeducación del hombre”.
(Elredo de Rieval).
La conversión, que se traduce en una búsqueda radical de Dios, queda encauzada en el monje cisterciense, en la convivencia fraterna.
La vida cisterciense es de suyo una “koinonía”; expresión nacida de la vida de comunidad de los primeros apóstoles. Se refiere a la comunidad cisterciense como una réplica de la Iglesia primitiva, que trata de vivir “con un solo corazón y una sola alma, perseverando en la oración, en la escucha de la Palabra y en la fracción del Pan”.
(Hch 2, 42).
La vida de fraternidad significa que los lazos de un mismo amor y una misma vocación tienen que ir afianzándose en todos al mismo tiempo que se van esclareciendo tendencias y se cercenan los brotes de un individualismo egoísta.
Esto se traduce en compromiso activo y concreto; tiende a avivar esa relación mutua y gratuita, que significa amor, conocimiento recíproco, perdón, acogida y corresponsabilidad. De este modo la comunidad va configurando en cada uno de los miembros que la forman, la imagen y semejanza de Dios nuestro Padre.
Pobreza
“La comunión de bienes expresa la comunión de amor” (Balduino de Ford).
A lo largo de la Historia de la Salvación la pobreza aparece como un fenómeno económico que surge de la cotidianidad problemática de la vida; pero el Señor Jesús no la glorifica ni la sublima en cuanto proyecto económico ni siquiera como simple ideal ascético. El pobre auténtico sólo se da a la luz del anuncio del Reino y del “día” escatológico. (Lc 6, 20ss).
El punto de partida de la práctica cisterciense de la pobreza dimana de sus mismos principios doctrinales y de la situación en que nace el carisma. La búsqueda exclusiva de Dios invita al monje a sumergirse en el abismo infinito de la pobreza a través del desasimiento de las cosas y del despojo de sí mismo. Así, mediante la donación de uno mismo, el cisterciense va realizando el programa de búsqueda radical, exigido por su llamada.
Hay que llegar a experimentar nuestra dependencia de Dios, en la misma inseguridad, dejando de lado todo apoyo temporal. Sólo entonces saltará dentro de nosotros mismos ese sentimiento profundo de fe y de confianza en nuestro padre Dios. La pobreza se traduce en un compartir y en un consentir con el pobre de dentro y de fuera del claustro, estrechando al mismo tiempo el ámbito de las propias necesidades como camino para abrirse a la único necesario.
Virginidad
El sexo ha sido con mucha frecuencia una obsesión tabú, como lo que más. Hoy en cierto modo ha dejado de serlo. Pero su precio se paga muy caro. A muchos les lleva al
desenfreno y a la propia esclavitud. Vivimos en un mundo que exalta las relaciones amoroso-sexuales. La virginidad viene a ser la expresión de un conjunto de anhelos del “día del Señor”, que no acepta compromisos ni teme arrastrar la soledad. Es por ello la actitud que mejor define la vida de todo monje.
La virginidad cisterciense se halla en estrecha relación con el amor y la entrega. El amor le pide entrega absoluta. El modelo lo encuentra el monje, en cuanto creyente, en la relación del amor trinitario, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que se nos ha revelado en Jesús de Nazaret. Fue virgen, porque su amor quiso ser exclusivo en su misión, y universal en su entrega.
Todos estamos de acuerdo en la dificultad de practicar la castidad evangélica. En cierto
modo es una postura antinatural. Elredo de Rieval ya advertía a sus monjes: “Que nadie se haga ilusiones, no se jacte ni se engañe. Solo se puede ser casto por puro don de Dios”. La virginidad es puro regalo de Dios que manifiesta su poder en la limitación humana, pidiéndonos a su vez la propia donación. El amor casto abre a la verdadera libertad.
Obediencia
“El hombre que comienza a vivir la vida religiosa y solitaria… ha de dejarse modelar por manos ajenas, como el barro por el alfarero” (Guillermo de S. Thierry).
Si seguir a Jesús significa abandono (Mc 1, 16ss), el abandono supone a su vez sumisión y escucha, es decir, obediencia en función del Reino de Dios. Lo peculiar de esta llamada es la ausencia de la más insignificante garantía de apoyo y seguridad. La invitación es legítima sólo porque viene de Jesús. Su llamada es absoluta. “Sígueme. Leví se levantó y le siguió” (Mc 2, 14).
Sin la ayuda de otro es muy difícil aplicar a nuestra misma vida los discernimientos imprescindibles. Tú no ves en tus mismos ojos. Necesitas para conocerte, de la mirada de otro. Nadie es buen juez de su propia causa. El padre espiritual, el abad, es de suyo un espejo que Dios nos da para que podamos conocernos. Su palabra puede parecer dura en determinadas ocasiones. Se necesita que sea así, para que viendo nuestro pecado, la desobediencia de nuestro corazón, contemplemos nuestro verdadero rostro que tanto deseamos… en definitiva la obediencia cisterciense es un lento aprendizaje necesario entre dos frentes: la exigencia del Reino, y los mezquinos criterios y caprichos. Camino liberador que se traduce en servicio, en perdón y en alegría conjunta.
Soledad y Presencia
“Un amor entregado vibra hasta en la quietud de una soledad profunda, solícito siempre ante las necesidades ajenas”
(Adán de Perseigne).
Hoy como ayer y siempre es válida la invitación del Señor Jesús: “Venid aparte, a un lugar solitario, y descansad un poco” (Mc 6, 31). Pero hay una soledad-ausencia que deshumaniza al hombre, un signo de la ausencia de los demás, y lo que es peor, de uno mismo. Jesús no invita a este tipo de soledad, sino de soledad-comunión que supone en primer lugar la confianza absoluta y una toma de conciencia de la presencia de Dios en la persona humana, de la presencia de la persona en sí misma y en los demás a modo de acompañamiento, no tanto a través de los avatares diarios, sino en la peregrinación interior del hombre. Jesús asumió en su persona esta soledad que es además prueba (Mt 4, 1-11), oración y silencio (Mc 1, 35,45).
El lenguaje de la soledad-presencia lleva consigo todo un programa de madurez y de sabiduría, una prudente ordenación de ritmos, de actividades y de lugares dentro del monasterio junto con un relativo cauce de comunicación con la sociedad y el mundo del hombre contemporáneo.
Nada hay más precioso, nada más delicado y frágil que este equilibrio silencioso y solitario, siempre amenazado por nuestros propios ruidos, nuestros desórdenes y miedos aislantes. Pero disponemos de un baremo: el silencio, la oración y la soledad de presencia y comunión como hontanar de alegría. La alegría es signo de vida, de música y armonía en el corazón del hombre, cuando percibe a través del silencio la belleza de las cosas, la transparencia de los seres y el esplendor de la Presencia de un bien que nos libera. Este gozo en lo más íntimo del corazón y en el medio ambiente del monasterio es uno de los testimonios más irrecusables acerca del Dios vivo.
Quietud
Quietud y sosiego, tranquilidad y descanso, son un fruto inmediato de la pobreza, de la virginidad y del seguimiento de Cristo por el Reino de los Cielos” (Ap 6,11).
El monje sabe que un sosiego exterior brota del espacio de silencio que le rodea, de una armonía de quehaceres que entretejen su jornada, de un atmósfera de soledad que pacifica el corazón y su vida entera. Sabe que el Señor es nuestra paz; y que la sigue ofreciendo como un don a los que se le acercan con el corazón sosegado. “mi paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14,27).
El monje se transforma en artesano de paz, mientras le acompaña a lo largo de su vida la bendición de Jesús: “Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9).
Ya sabe que la paz no se consigue de una vez por todas. Se lo advierte S. Benito al comienzo de su Regla: “Busca la paz y corre tras ella”. Porque hay que vivir constantemente pacificando todo nuestro ser, entrando en una dinámica de educación para la paz: desde la exclusión de todo ruido y agitación exterior, hasta una concentración distendida en la actividad interior del corazón en medio de lo cotidiano de la vida.
Humildad
“La humildad es el camino de la verdad” (S. Bernardo).
La verdadera humildad no es un sentimiento de culpabilidad. Tampoco gira en torno al conjunto de técnicas narcisistas aplicadas por un ansia de autenticidad, como preocupación de la propia virtud o de un ideal individual de perfección.
La humildad evangélica se reduce a una actitud de aprendizaje para aceptarse a sí mismo y confiar en Dios. Humildad es acoger la llamada a ser amado por Dios tal cual se es. La humildad mira a la voluntad de Dios que edifica el Reino entre los hermanos, y no tanto la voluntad divina definida por la prescripción de la norma.
Cisterciense, pobre y humilde, viene a significar lo mismo. Es una participación de la humillación y del desprecio de Cristo siempre “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29).
Acercarse al ideal cisterciense supone una experiencia de despojo de toda superfluidad, de la fachada que desfigura la simplicidad profunda de la persona humana. La humildad limpia los ojos del corazón, enseña a ver con gozo la magnificencia y el esplendor de Dios en la creación.
Trabajo
“El trabajo, el retiro y la pobreza voluntaria, son las insignias de los monjes”
(San Bernardo de Claraval).
Para amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma se necesita también amarlo con todo el cuerpo. El cuerpo tiene también su derecho a la iluminación del amor. Amar a Dios con todo el cuerpo, es amarlo mediante el ayuno, las vigilias, y sobre todo mediante un trabajo manual que libere de tantos espejismos y mantenga a la persona entera en armonía y humildad.
Aunque sea un ideal religioso lo que congrega a los monjes en un mismo lugar, no tienen más remedio que organizarse como grupo humano. Están sometidos a la ley general del trabajo; tienen que ganarse la vida, para satisfacer necesidades propias y ajenas, “pero siempre sinceros en el amor” (Ef 4, 15).
Ya los monjes de Egipto medían la intensidad de la vida interior de los novicios y su progreso en la paciencia y en la humildad por su aplicación al trabajo. Sin embargo el trabajo no deja de ser un valor delicado; requiere una constante solicitud pastoral del Padre del monasterio (RB 57). La desvinculación entre sabiduría y trabajo es más que palpable en nuestra sociedad de consumo. Cuando falta la moderación, el trabajo agota y embrutece. En esto el monasterio cisterciense es un testimonio para el hombre de nuestro tiempo de que es posible y necesaria una sabia moderación en el trabajo, capaz de redimir y no de oprimir a la persona.
Lectio Divina
“Abro la divina Escritura; grabo en la cera de mi corazón sus palabras; y de repente, me sale al encuentro tu gracia” (Elredo de Rieval).
En la búsqueda de Dios, que define al monje, es imprescindible la actitud de escuchar su Palabra. El nos ha hablado muchas veces y de muchas maneras; ahora, en la etapa final, lo ha hecho por medio de su Hijo” (Hb 1, 1-2).
La lectura asidua de la Escritura revelada es necesaria para llegar a un profundo conocimiento de Cristo. La Palabra de Dios no se contenta con una simple lectura espiritual hecha al rasero humano; tampoco con un estudio. En cuanto educadora del corazón la palabra inspirada reclama un ejercicio completo del hombre. Se combinan los tres niveles fundamentales de la persona: el corporal, mediante un simple leer, lento, en práctica visual y auditiva; el psíquico, con sus facultades de atención, afecto e inteligencia; y el espiritual, en cuanto aplicación de la capacidad de la fe y de acogida amorosa al misterio revelado.
La lectio divina ha sido siempre para los monjes el mejor y más sencillo método de oración. El Señor nos concede su Palabra para que la escuchemos cuando leemos y le hablemos con ella cuando oramos.
Servicio de Alabanza
“No se anteponga nada a la obra de Dios” (Regla de San Benito 43, 3).
Basta con acercarse con ojos y corazón abiertos a un monasterio cisterciense para convencerse de que la divina liturgia es el alma de la vida del monje; y que la misma oración silenciosa gira en torno a ella. El sacrificio eucarístico y el canto de los Salmos, intercalados con otras lecturas bíblicas y de escritores eclesiásticos, trazan el camino a recorrer del monje hacia Dios.
La eucaristía como centro y culmen de toda la vida monástica, se desborda en alabanza a través de la llamada “Liturgia de las Horas”, hilo conductor que anima y santifica toda la jornada monástica. El servicio de alabanza contribuye de manera esencial a dar un sentido universal a la vida del monje; y de este modo se convierte en el pulmón espiritual de toda la iglesia y de la humanidad que únicamente en Cristo, y en Cristo orante, descifra su pleno significado.
Las dos versiones del servicio de alabanza, el sacrificio de la Eucaristía y la plegaria sálmica de las horas, son el alimento y el estímulo del gran deseo que apremia el corazón: la llegad del Reino de Dios, aspiración suprema de todos los creyentes: “Amén. Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20)